domingo, 9 de agosto de 2015

Cinema Elíseos

   Tenía yo diecisiete años cuando me senté en las duras butacas de madera del Cinema Elíseos, el más bello de Zaragoza. Quedé hipnotizado por la luz de una película, Las amistades peligrosas, y la actriz de mi juventud, nunca más bella, nunca más desgraciada, la Michelle Pfeiffer que era Madame de Tourvel.
   No siempre se aparecía la Pfeiffer, que a todos nos había ya vuelto locos como Lady Halcón, pero el Elíseos cambió mi manera de ver el cine. Sus nuevas butacas, estrenadas poco después con el Dave de Kevin Kline, esperaban que de nuevo se produjeran nuevas visiones. Sólo había que esperar un poco y los magos producirían el encantamiento.
   Lo de aquel cine era increíble. De repente, me encontré ante el Azul de Kieslowski, la libertad, el cineasta que más me impresionó en los 90, bajo la forma de Juliette Binoche. La música de Preisner hacía soñar con una Europa solidaria y unida, libre.
   Al instante, aparecía el legendario Clint Eastwood, fotógrafo de Los puentes de Madison y de Meryl Streep. Revivía en su centenario Luis Buñuel al apagarse la lámpara del techo del Elíseos, con Simón del desierto. En 2002, la Palma de Oro a la que robaron el Oscar, El pianista de Polanski, me dejó a la salida, caminando por Sagasta, más trastornado que nunca. ¿Cómo era posible una película así?
   Pero pronto estaba de nuevo en la fila de la taquilla, listo para ver Matchpoint, de Woody Allen. Me encontré allí a Joaquín Aranda, el gran crítico de Heraldo. Sospechábamos que el cineasta neoyorkino nos tenía preparado algo único. Recuerdo que hablamos de los cines de Zaragoza, de la fortuna de tener (pensábamos que para siempre) el Elíseos en Zaragoza. Sonreía, pero insistía en que sus salas favoritas eran las cercanas al Parque Grande, las de Jean Renoir.
   Fue una delicia el visionado de Destino: Woodstock del gran Ang Lee, y fue una tarde inolvidable cuando salí del Elíseos, del pase de Elegy de Isabel Coixet y me habían robado la rueda delantera de mi bicicleta, aparcada allí cerca. Tuve que volver a mi barrio con ella a cuestas.
   Con rueda nueva volví para ver La cinta blanca de Michael Haneke, y aplastado por la desaparición de Joaquín Aranda y sus cines favoritos, para ver Renoir, un filme exquisito sobre el pintor Auguste y su hijo Jean. Elena y yo nos dimos cuenta que estábamos poquitos en la sala, y menos todavía al ver Marsella, donde los ojos de María León no tenían nada que envidiar a los de mi recuerdo de la Pfeiffer.
   Cerraron el Elíseos y Zaragoza parecía callada, ausente, como si no adorara a su sala más luminosa, su estrella legendaria, sus lámparas, su pequeña pantalla, su magia. Parecía adorar a otros espacios que a mí me parecían de una fealdad extraordinaria.


Un año después, Zaragoza sigue callada. Algunos seguiremos soñando con su recuperación, de nuevo, como Filmoteca, como sala de la ciudad, de la que pudo ser, una Zaragoza que no sea la Villa Paletón que entristecía a José Antonio Labordeta, sino una ciudad para quedarse siempre, para no tener que escapar de ella. La ciudad del mejor Cinema Elíseos.

Sergio Casado, 9 Agosto 2015.